Regalos traídos del desierto

Durante algunos meses, la hermanita Luigina comparti el día a día de las hermanitas que vivían bajo la tienda nómada, en Níger. Hace 30 años de esto, pero esta experiencia única del desierto, entre nuestros amigos musulmanes, dejó en ellas huellas profundas.

Allí recibí el regalo más hermoso de mi vida

¿Qué fue? Dos miserables trocitos de carbón. Sin embargo, después de haber compartido la vida con ellos durante un mes, yo sabía lo precioso que era este regalo… ¡extremadamente precioso! Después de encontrar sus asnos, nuestra vecina recorrió el desierto en busca de ramas. A continuación, tuvo que quitar una a una todas las espinas que se encuentran en estos arbustos, los únicos que hay en ese desierto, para poder cargarlos encima del asno. Al volver al campamento, se puso a cocinar, economizando todo lo posible esta madera preciosa y tan escasa. Ya me había fijado en las mujeres que encendían un fuego con unas ramitas y me había maravillado su habilidad. Como ella había sabido que me marchaba, se privó de lo necesario para que yo pudiera ir, a mi vez, a encender fuego en otra parte. 30 años más tarde, este regalo continúa siendo el más precioso que he recibido.

Allí descubrí el valor de una gota de agua

En las tiendas de nuestros amigos había muy pocas cosas materiales, estrictamente lo esencial para vivir. Hasta entonces, pensaba que muchas cosas son indispensables para la vida. Con nuestros amigos Toubous, comprendí que se puede vivir con muy poco y que el agua es un bien precioso.

Como cada familia, todos los días íbamos al pozo con nuestro asno. La caminata en el desierto era larga. Había que salir temprano para llegar antes que los camellos y los rebaños de cabras y así conseguir un poco de agua clara. Obtener el agua no era tan sencillo, hay que saber lanzar el recipiente de cuero en el pozo de una cierta manera, para que se llene de agua, pero sin que ésta se agite y se llene de barro. Luego hay que sacarlo sin que se pierda el contenido. Admiré la destreza de nuestros amigos nómadas, y también la de las hermanitas que, viviendo con ellos, habían aprendido los mismos gestos. Los pocos litros de agua que traíamos nos tenían que servir para todo: beber, cocinar, lavar y lavarnos… ¡En este contexto, cada gota de agua se vuelve preciosa!

Allí recibí la bendición más bella de mi vida.

En el campamento había una mujer de una cierta edad, ciega, que pasaba los días fuera, en la entrada de su tienda. Aunque no viera, su “mirada” estaba orientada hacia el infinito. Esta mujer se había transformado en “oración”. Toda su persona me hablaba de una presencia a Dios.

En el momento de mi partida, cuando le explicaron que me iba para hacer los votos perpetuos, me dio una bendición que quedó grabada en mi corazón y ha guiado el resto de mi vida: “Que Dios haga de ti una mujer de oración”. Esta bendición me acompaña aún hoy. Encuentro en ella la llamada que recibí…   es como un faro en mi relación con Dios!

Hta. Luigina