Dios, en Jesús, compartió nuestra humanidad desde Nazaret, una aldea de la periferia. Es ahí donde se dejó modelar por el trabajo, la amistad y una vida sencilla. Como Él, nosotras también experimentamos que es posible dejarse transformar por aquellas y aquellos que no tienen nada más que su humanidad.

Nuestros vecinos y vecinas, nuestros colegas de trabajo, con su amistad y generosidad, nos revelan la bondad de Dios, nos invitan a reconocer que la vida es un don para acoger. Vivir en pequeñas fraternidades, en los suburbios de nuestro tiempo es una escuela de reciprocidad. Amar y dejarse amar, renunciando a la ilusión de tener siempre que dar algo, es el reto de nuestro cotidiano.