Nuestro llamado es a tejer lazos de fraternidad, amar especialmente a las minorías étnicas, a quienes que se encuentran en los rincones más perdidos del mundo, en los ambientes más descartados y donde la Iglesia está menos presente, e incluso donde es desconocida.
Unidad no es sinónimo de uniformidad. Amar un pueblo, una cultura, nos pide que consintamos en nuestras diferencias para acoger el don del otro, la otra; nos llama a reconocer nuestros prejuicios, a convertir nuestras miradas y a no querer imponer modelos. Viviendo juntas, respetándonos y acogiéndonos unas a otras, recibimos el don de unirnos en nuestra humanidad profunda y de tejer lazos en nuestra tierra común.
Vivir la internacionalidad en nuestras fraternidades es el testimonio que podemos dar al mundo.
Efectivamente, ¿cómo podrá ser creíble el amor si no intentamos en primer lugar vivir la unidad entre nosotras?