La amistad es un don que nuestros ojos descubren en la sencillez de lo cotidiano: con nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo, en encuentros imprevistos. Nuestra misión se concretiza en el deseo, la espera, el cuidado, la acogida, el respeto, la gratuidad y los lazos compartidos.
Jesús nos invita incesantemente a «ser sus amigos”. Gracias a esta relación de amor, nos atrevemos a creer que “puede existir una amistad verdadera, un afecto profundo, entre personas que no son ni de la misma religión, ni de la misma cultura, ni del mismo ámbito social”.
Todo nace de un pequeño brote: un “buenos días”, una sonrisa, un gesto, una palabra.
La amistad crece en el terreno de la reciprocidad, en la decisión de tener necesidad del otro, de la otra.
Se alimenta de las energías invertidas aprendiendo un idioma, una cocina distinta; acogiendo una cultura, una sociedad. Compartir las mismas condiciones de vida y de trabajo hace crecer la amistad. Ella madura gracias al tiempo, a la perseverancia, a la oración y, sobre todo, a la certeza de que es Dios, por su Gracia, Quien hace posible toda Vida.