La pequeñez es para nosotras la única condición para saborear, en nuestra finitud, la infinita ternura de Dios. Como todo el mundo, también nosotras, reconociéndonos pequeñas y frágiles, necesitamos ayuda, amor y perdón.

Siendo «pequeñas», compartimos la vida con quienes son apartados: inmigrantes, trabajadores precarios, temporeros, quienes viven en los conurbanos, ambulantes, personas en situación de calle, gitanos. Entre ellos y con ellos vivimos nuestra vida «para Dios». Siendo “pequeñas”, aprendemos a mirar la historia, el mundo y sus desafíos a partir de la perspectiva de quienes viven en la precariedad, en la exclusión social o cultural. 

De este modo, tenemos la alegría y el privilegio de poder señalar la belleza y la grandeza ahí donde, a menudo, sólo podemos imaginar pobreza y miseria. Hacernos pequeñas es ponernos a la escucha del otro, la otra, comprender su lenguaje, su manera de vivir, sus valores. Hacernos pequeñas es «caminar con», liberándonos lo más posible de juicios y moralismos. De hecho, solamente viviendo la pequeñez podemos esperar ser acogidas como hermanas.