“En tu ternura todos existimos” Benjamín G. Buelta sj
La ternura de Dios se me revela sobre todo en mis momentos de debilidad, cuando experimento dureza, resistencias, dudas, un reproche, una culpabilidad. ¿Tal vez porque el Señor está más cerca del corazón roto?
Al inicio de mi vida religiosa, trabajaba en la farmacia de un hospital de la diócesis, ya que en ese tiempo aún empleaban a religiosas incluso sin ningún título. Me sentía feliz por hacer ese trabajo que me permitía estar cercana al sufrimiento de mis hermanos y hermanas enfermos. Un día, el director médico me propuso que bajara a menudo a la sala de curaciones, para aprender a hacerlas. En la fraternidad pensamos que era una buena idea. Así que empecé hasta el día en que la jefa de enfermeras me lo impidió, diciéndome que tendría que ir a seguir una buena formación en vez de ir mendigando conocimientos por ahí. Desde ese momento, la duda y la frustración se instalaron en mí, y con ellos apareció la tristeza. Me empezaba a preguntar qué hacía allí. De repente, me sentí inútil, incapaz, incompetente, no calificada.
Durante un retiro Dios vino a visitarme en su ternura para hacerme salir de esa melancolía. ¿Cómo, concretamente? Fue durante una meditación sobre el lavatorio de los pies en el Evangelio de Juan. El predicador, leyendo la introducción de ese relato, insistió en que, porque Jesús sabía que estaba junto al Padre, fue capaz de agacharse para lavar los pies a sus discípulos. Esta frase hizo en mí un profundo clic. De repente me sentí invadida por el amor de Dios, casi le oía decirme: “Tú eres preciosa a mis ojos, eres valiosa, por esto te he llamado, vales más que lo que haces, eres mi hija muy amada”. Me sentí renovada en mi misión, revitalizada y dispuesta a ayudar a quienes atraviesan la misma dificultad. Como vivía en el contexto de un pueblo que es despreciado por otro, esto me ayudó a comprender mejor su dolor. Esta experiencia me ha permitido vivir lo cotidiano como un don de Dios, con paz y alegría, de tal modo que varias personas me decían: “Pero tú, ¿nunca te enojas? ¡Siempre estás sonriendo! ¿Cuál es tu secreto? ¡Das ganas de ser religiosa!»
Estos últimos años las dificultades y las incomprensiones de la vida me han llevado a veces a perder esta alegría, hasta el punto de dejar que las circunstancias decidan mi vida. La ternura de Dios volvió a venir a mi encuentro, esta vez a través de un comentario del Evangelio de San Lucas sobre la calidad de los frutos de un árbol: “Los frutos son lo que San Pablo describe así: paz, alegría, benevolencia, mansedumbre… son las características de una persona que vive con tal libertad interior, que ya no depende de las circunstancias en las cuales vive. Jesús nos muestra que podemos vivir de tal manera, que ya no dependamos más de las situaciones o condicionamientos en que estamos metidas, de una revolución interior que se puede desencadenar en las circunstancias más difíciles.” Esta palabra apaciguó la tempestad que había en mí. Una vez más, Dios me visitaba con su ternura.
Experimenté su ternura en mis momentos de debilidad, y cada vez fue su Palabra la que me arrancó del abismo. Por eso, cuando vivo momentos difíciles, de oscuridad, encuentro en la meditación de su Palabra la luz, la fuerza, la energía que transforma toda mi existencia. En una palabra, la ternura de Dios me devuelve el gusto de vivir, me hace existir, me reconduce a lo esencial. A mi vez, me siento llamada a vivir esta ternura a mi alrededor y esto me hace más sensible al sufrimiento de los demás. La ternura de Dios reconcilia verdaderamente lo imposible en nosotras y entre nosotros.
H.ta Nathalie-Flore